El reparto del trabajo ha cobrado gran interés social porque los niveles de paro
en los países industriales son insostenibles.
El tema fue planteado hace algunos años por el grupo socialista en el Parlamento Europeo, por el ministro del gobierno socialista francés e incluso por Michel Rocard, pero ha ganado actualidad porque era uno de los compromisos fundamentales del acuerdo entre socialistas, comunistas y ecologistas que llevo a la victoria electoral de la izquierda en Francia y también por haber sido uno de los elementos exigidos por Refundación Comunista al Gobierno Italiano de El Olivo para apoyar en el parlamento los presupuestos.
El hecho de que en CC.OO. hayamos comenzado a hablar de un tema como
este, a pesar de que en nuestro 6º Congreso no se aceptara una enmienda
que al respecto hacia el Sector Crítico y el escepticismo que muestra
algún importante dirigente de nuestro sindicato respecto a la capacidad
para crear empleo de la reducción de jornada, viene a reflejar el
grado de actualidad que tiene este tema en toda Europa.
La actualidad de la reducción de jornada tiene una razón
de fondo: el paro afecta a 18 millones de personas en la Unión Europea,
cifra similar a la que se registró en los peores momentos de la
pasada recesión de 1993, y no se ve por ninguna parte como reducir
esta cifra.
Las causas de estos elevados niveles de paro son: |
Ante esta situación las propuestas de reparto del empleo han
sido muy variadas.
Propuestas más significativas desde el punto de vista político son : |
EJES CENTRALES DE NUESTRA PROPUESTA DE REPARTO DE TRABAJO
Manteniéndose la actual jornada y teniendo en cuenta el avance
de la productividad, para eliminar el paro sería preciso un crecimiento
del PIB que no es posible alcanzar en las condiciones económicas
presentes ni es sostenible ecológicamente. Por tanto, la reducción
de la jornada se impone como una respuesta histórica al avance económico
y como una necesidad social para afrontar el nivel abrumador de desempleo.
La jornada de 35 horas es insuficiente para atender ambas necesidades y
no cierra el desfase acumulado entre el desarrollo de las fuerzas productivas
y el tiempo de trabajo, pero debe ser un primer paso para iniciar un proceso
continuo en el que los incrementos de productividad deben traducirse prioritariamente
en reducciones de la jornada laboral.
La reducción a 35 horas, para que tenga efectos inmediatos
y futuros sobre el empleo, ha de tener carácter general, por lo
que debe instrumentarse mediante la aprobación de un ley, y ha de
trasladarse de un modo automático a todos los trabajadores cuya
jornada normal es inferior a las 40 horas legales de la actualidad. La
fórmula de la progresividad hasta el año 2.000, solamente
pretende limar las objeciones patronales, otorgando un período flexible
y suficientemente amplio para acomodar la actividad de las empresas a la
nueva jornada.
Sin perjuicio de que CC.OO. debe trabajar coordinadamente con otros
sindicatos europeos en el marco de la CES por la reducción de la
jornada, los argumentos de que un país no puede avanzar aisladamente
de este objetivo, dad la internacionalización de las economías,
hay que rechazarlos por varios motivos: en nuestro país se trabajan
más horas anuales que en otros de la Unión Europea y en nuestro
país la dramática situación del paro no tiene parangón
con ningún otro, con una tasa doble que la media europea.
La cuestión de cómo ha de reflejarse en los salarios
la reducción de la jornada ha de quedar marginada en la propuesta
de las 35 horas. Durante los últimos años se ha producido
una pérdida de poder adquisitivo de los salarios y un crecimiento
acusado de los beneficios. Esto es, las empresas tienen en estos momentos
márgenes sobrados para absorber una importante reducción
de la jornada, sin contar con que esa reducción irá acompañada
de un incremento de la productividad por hora trabajada. Por otra parte,
la situación económica exige una evolución más
favorable de los salarios. El retroceso prolongado en los últimos
años ha debilitado el consumo, lo que está ahogando la recuperación
y repercutiendo negativamente en el crecimiento económico, y, por
tanto, en el empleo.
TREINTA Y CINCO HORAS … Y ALGO MÁS
Projecte Obert *
Cuando el líder de una formación política de izquierdas española habló hace algunos años de reparto del trabajo y de reducción de jornada laboral, no tardaron en tacharle de loco, iluminado e irresponsable. Al unísono, economistas neutrales-desideologizados-de-reconocido-prestigio, políticos y empresarios, coincidían en que nuestras empresas no podrían competir con las del exterior y llevarían al país a la ruina ; que, encerrado en su particular Parque Jurásico, el citado político no se había enterado del muy reciente fenómeno de la globalización de la economía. Y lo hacían como aportando un argumento novedoso ante una situación nueva. No es tan nueva la canción. Martín Seco, en su libro "La farsa neoliberal" (Temas de hoy, 1995) nos recuerda, citando a Bertran Russell ("Libertad y organización") y a J.L. y Barbara Hammond ("The town labourer"), como en la Inglaterra del siglo XIX, Owen propuso la prohibición de emplear en las fábricas a los niños menores de diez años y que la jornada máxima diaria en las mismas fuera de doce horas para los menores de dieciocho años (es decir para los comprendidos entre diez y diecisiete años). La oposición a tal medida rugió con idénticas razones que las que se aducen ahora : "…tales medidas darían ventaja a la industria extranjera y harían imposible que las empresas inglesas compitieran en el mercado internacional." Así de nueva es la mundialización de la economía (apenas el 5% del dinero que se mueve en el mundo responde a intercambio de bienes y servicios, el 95% restante es consecuencia de movimientos financieros, casi siempre especulativos).
Ahora que se debate la reducción de la jornada laboral a treinta y cinco horas semanales, quienes se oponen lo hacen con el mismo viejo razonamiento del siglo XIX. Y eso que la propuesta de reducción es timorata respecto a la formulada por el norteamericano Jeremy Rifkin, que, en entrevista publicada en un periódico de tirada estatal en noviembre pasado, la cifraba en 25/30 horas semanales para paliar la salvaje acumulación de riqueza, a la que aportaba el dato de que "…trescientas cincuenta y seis acumulan una riqueza combinada equivalente a la que reúnen dos mil millones de personas" (sí, sí, dos mil millones). Quizá éste sea el motivo de la negativa, mantener la situación muy ventajosa para unos y en constante deterioro para otros.
Ante esta realidad no cabe únicamente la perplejidad y la reacción airada de salón. La necesidad de acometer soluciones que combatan esa tremenda e injusta desigualdad es obvia, urgente e ineludible. Y en campo del llamado mercado laboral se pueden orientar, al menos, a tres aspectos : reducir la jornada laboral, eliminar las horas extraordinarias y rebajar la edad de jubilación.
La reducción de la jornada laboral coincide con una reivindicación recurrente de los sindicatos, como medida de generación de empleo, reivindicación que debe fomentarse sin mercadear para conseguirla con reducción de salarios después del espectacular aumento de la productividad por trabajador, que se obtiene de la aplicación de nuevas tecnologías (lo que en 1960 se producía con cien trabajadores, se produce ahora con sólo veinticinco). El ofrecimiento o aceptación de esa disminución salarial conllevaría renunciar a mantener o a aumentar el actual desequilibrio de la distribución de la riqueza, que afectaría, no sólo al salario directo, sino también a la protección ante el desempleo, la enfermedad, la invalidez y la jubilación, ésta última ya rebajada de forma cuantiosa por el Parlamento tras el acuerdo con los sindicatos que siguió al Pacto de Toledo.
Parte importante de la izquierda europea (franceses e italianos) ya ha llegado a un acuerdo sobre la reducción paulatina a treinta y cinco horas semanales en el horizonte del año 2002, y es de suponer, nada han dicho en contra, que cuentan con el apoyo de los sindicatos, apoyo que aquí debería darse en dirección al mismo objetivo. La necesaria conjunción de la izquierda social y política ha de llevar al Parlamento la propuesta. Dejar esta cuestión a la negociación colectiva empresa a empresa como propone el señor Aznar, significaría que tan sólo se podría conseguir en determinados sectores y empresas donde la presencia sindical es fuerte, pero excluiría a cuantiosos sectores que reúnen multitud de trabajadores donde el poder contractual de los sindicatos es mínimo o inexistente (en 1997 los trabajadores acogidos a negociación colectiva son dos millones menos que en1992).
Otra de las cuestiones que lastran la creación de empleo es las presión de los empresarios para la realización de horas extraordinarias, bajo la espada de Damocles de la temporalidad de la contratación y el escaso salario. En la situación de desempleo actual (cerca del 20%), no se puede aceptar un mínimo de horas extraordinarias ni diarias, ni semanales, ni mensuales ni anuales. Del incalculable número que se realizan, se detecta la necesidad estructural de creación de puestos de trabajo que no afloran, sólo cabe deducir que las empresas pretenden sostener el llamado "ejército de reserva" (parados) para presionar a la baja los salarios. Entre los trabajadores habrá que discutir y resolver la cuestión.
Finalmente, la edad de jubilación. Sabido es que, en general, está fijada a los sesenta y cinco años, como sabido es que el Pacto de Toledo, en su recomendación décima, aconseja facilitar la prolongación voluntaria de la vida laboral de quienes libremente así lo deseen. Ante la reducción de la cuantía de las pensiones que el propio Pacto contiene, muchos se verán obligados a desearlo libremente, pese a que se su decisión no ayudará a mantener la salud financiera de un sistema de pensiones que ni padecía ni padece enfermedad alguna de este tipo, ni favorecerá el acceso de jóvenes a su primer empleo.
La ley de acompañamiento a los presupuestos de 1997, ya fija esta posibilidad para la totalidad de funcionarios públicos. Es de esperar que nadie favorable a la creación de empleo y a una mayor calidad de vida apoye al Gobierno para su inclusión en el Estatuto de la Función Pública. Sólo esta cuestión sería suficiente para combatirlo.
La derecha y sus representantes políticos pondrán, seguro, como obstáculo para frenar estas medidas, a la Unión Europea, pero lo cierto es que los caminos hacia la unidad europea pueden elegirse, y es inadmisible que para la clase trabajadora se ha marcado la senda del sacrificio continuo de la desregulación, la precarización y la desprotección basadas en las decisiones de unas estructuras que adolecen de democracia, que separan la economía del ámbito del debate político y las decisiones monetarias de sus representantes electos. Y a cambio, largas y largas a las propuestas de medidas de fomento del empleo, como en la última cumbre de Amsterdam, que no pueden darse sin contemplar un justo reparto de la riqueza, generada por el trabajo. Por no hablar de la falta de voluntad de poner sobre el tapete cuestiones como la convergencia real de las economías, la armonización de la fiscalidad y la carta social, y su aplicación en todos los países que busquen una Europa social y no una Europa contra natura. La Europa a la que se debe aspirar no ha de ser la Europa dual de ricos y pobres, sino una Europa de solidaridad y equilibrio social y económico. Italia y Francia han marcado el inicio del camino, sigamos su ejemplo.
No nos resignemos al fatal diagnóstico del final de la historia.
Marga Sanz
Adolfo Lozano
José Ramón Lerma
Jesús Sánchez V.
Julia Sánchez C.
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