Parece ampliamente aceptado que la LRU ha cumplido su período de vigencia, debido principalmente a que las nuevas necesidades y demandas que la sociedad plantea a la Universidad (formación continuada, prestación de servicios y transferencia de tecnología al entorno socio-económico, incorporación de las TIC tanto a la docencia como a la investigación y a la administración, proceso de mundialización, integración en redes internacionales,...),obligan a profundos cambios estructurales y funcionales.
En efecto, la Universidad elitista y cerrada de hace un par de décadas se ha convertido ya en una Universidad de masas y en buena medida abierta al entorno socio-económico. La LRU propició este gran cambio, al haber substituido el modelo burocrático centralizado anterior, por uno de autonomía colegiada, complementado con mecanismos de gestión interna y de intermediación con la sociedad. Aunque no es el tema que aquí nos ocupa, no sería justo obviar que igualmente necesarios fueron otros factores, como por ejemplo el voluntarismo del personal, que compensó las condiciones de precariedad y la insuficiencia de recursos.
Sin embargo, la multiplicación y diversificación de las demandas y funciones antes apuntadas obligan a un nuevo salto en la dirección iniciada por la LRU, que permita a la Universidad asumir su rol completo de agente social.
Entendemos que el punto de arranque esencial para esta actualización sigue siendo la múltiple misión de la Universidad como servicio, motor y conciencia social, a través de la creación, conservación, desarrollo y crítica del conocimiento, y de su transmisión atendiendo al derecho universal a la educación superior . Para ello, el principio constitucional de autonomía universitaria constituye un elemento básico, imprescindible para poder atender adecuada y equilibradamente las muy diversas demandas sociales canalizadas a través de los estudiantes, del mercado laboral, de las administraciones públicas, de la comunidad científica, etc.
Dicha autonomía debe acompañarse necesariamente de por lo menos dos elementos indispensables. Por un lado, la democracia interna que asegure la participación de toda la comunidad universitaria y que impida la preponderancia de sectores corporativos. Por otro, mecanismos transparentes para la determinación de objetivos (planificación estratégica,...) y para la rendición de cuentas (auditorías, agencias de acreditación,...) ante las distintas instancias interesadas.
En este sentido, la calidad del servicio y la eficiencia en la utilización de los recursos constituyen exigencias irrenunciables. Tal calidad y eficiencia requieren como base de partida una planificación adecuada por parte de las Administraciones Públicas de las enseñanzas y áreas a cubrir por cada universidad, así como la cooperación entre ellas para mejor impulsar la docencia y la investigación. Ello no excluye un cierto grado de competitividad, pero siempre teniendo en cuenta que las meras leyes del mercado en la educación superior no resultan eficientes para la distribución de recursos, ni garantizan la equidad social y territorial.
La transferencia de las universidades a las Comunidades Autónomas ha hecho recaer sobre ellas la responsabilidad de tal planificación, así como la de asignación de recursos, de forma que toda regulación normativa de la Universidad debe tener en cuenta esta realidad de responsabilidades y competencias descentralizadas.
Bajo estos principios generales hay que abordar los
siguientes aspectos, que entendemos constituyen puntos clave para que la
Universidad pueda y deba afrontar adecuadamente los nuevos retos y demandas
sociales.
En este sentido, la aportación pública (subvención nominativa, ayudas a estudiantes,...) debería mantenerse en por lo menos el 80% del total, acercándonos a la media de la OCDE. En particular, ello permitiría aumentar substancialmente la cantidad y cuantía (desplazamiento, oportunidad, ...) de las becas, acercar los niveles retributivos a la media europea, garantizar el acceso a las TIC del PDI, PAS y estudiantes, e incrementar la disponibilidad para gastos corrientes, máxime si como es de esperar se produce una contención en las inversiones. A señalar que, a pesar de la probable disminución de la masa estudiantil, este aumento de la aportación pública es imprescindible para aproximar las ratios gasto/estudiante, estudiante/profesor, etc. a los niveles de calidad de nuestro entorno.
Por el contrario, la constatación de que, aun en la hipótesis de un aumento substancial de las becas, las tasas académicas continúan siendo el principal obstáculo para una auténtica igualdad de oportunidades en el acceso a la enseñanza superior, obliga a pronunciarse por su disminución o por lo menos por su congelación.
En el caso de la investigación, el mayor déficit se detecta en la aportación privada que apenas supone el 40% del total, frente al 60% de la media de la OCDE.. El incremento de la aportación pública debería ir acompañado, por tanto, de un incremento aún mayor de la privada. Ciertamente no es ésa la política actual, centrada en créditos y ayudas públicas a las empresas privadas, a las que para colmo se otorga el derecho a fijar las prioridades.
En modo alguno la solución a todo ello puede confiarse a la vía del artículo 11, que debe ser considerada como complementaria, tanto para la financiación institucional como para las retribuciones.
Concretamente el plan de financiación debería contemplar:
No se trata de trivializar el problema que plantea el gobierno a través de órganos colegiados, sino de constatar que las alternativas presentan riesgos aún mayores, y de que hay experiencias alentadoras para conseguir un funcionamiento ágil y eficiente de dichos órganos. Por ejemplo, parece claro que deben evitarse organismos excesivamente numerosos, así como una doble procedencia para el Claustro General y para la Junta de Gobierno, que puede acabar bloqueando la toma de decisiones. Otras medidas para hacer más eficaz el gobierno de la Universidad son la profesionalización del personal interno dedicado a la gestión y la articulación de canales específicos para los temas de índole laboral , combatiendo así perversiones corporativas en los órganos de gobierno.
Igualmente, la Universidad debe asegurar que todas las actuaciones que de ella emanen respondan a sus objetivos y sigan sus directrices y pautas de funcionamiento y gobierno. En este sentido, es posible que las nuevas demandas sociales aconsejen flexibilizar la organización de la Universidad, mediante consorcios o entidades específicas que faciliten la relación con el entorno; pero siempre asegurando el control político y económico que evite una supeditación externa o una desvirtuación de las funciones que le son propias.
Como ya se ha dicho en la introducción, junto al reforzamiento de los mecanismos internos de gobierno debe contemplarse la potenciación de los de participación externa para la fijación de objetivos y la posterior rendición de cuentas. También en este caso las apreciaciones son dispares, por ejemplo, en relación a los Consejos Sociales. Pero, como antes, hay experiencias suficientemente positivas como para no poder en cuestión su continuidad. Igualmente alentadoras son algunas de las relativas a evaluación institucional, mecanismos de acreditación, etc., que deberían ser exploradas y extendidas.
En conclusión, algunas medidas concretas para mejorar y adecuar a los principios expuestos anteriormente el gobierno de las Universidades serían las siguientes:
En particular debería permitir reconducir la tendencia actual a degradar la consideración de numerosos puestos de trabajo, que se cubren bajo figuras precarias o transitorias impropias de las funciones a realizar. En este sentido, especial atención merecen las posibles nuevas figuras de profesorado, si es que se considera que la actual tipología puede resultar excesivamente rígida para hacer frente a las muy distintas necesidades en las diferentes áreas y titulaciones.
Mención específica merece el tan debatido tema de la selección del profesorado, que debe armonizar la autonomía para la consecución de los objetivos prioritarios, el mantenimiento de los equipos de trabajo para ello y la solvencia y mérito de los seleccionados. Una fórmula viable, que respetaría tales aspectos y que no supondría un aumento significativo del gasto ni de los trámites a realizar, sería que para cada plaza un tribunal de expertos análogo al actual (con mayor proporción externa) actuase como filtro y como valorador de cada candidato, quedando la decisión final de entre los así preseleccionados en manos de la propia Universidad. En esta decisión final se podría así tener en cuenta la adecuación de cada candidato a las funciones específicas del puesto de trabajo a concurso, dado que la solvencia académica genérica habría quedado ya garantizada por la preselección previa. Por consiguiente, en esta decisión final podrían intervenir representantes de diferentes instancias (departamento, centro, comisión de selección de la universidad,...), que aún no siendo expertos en la materia científica, pudieran aportar puntos de vista complementarios sobre la adecuación a la plaza en cuestión.
Otro aspecto a considerar es la exigencia de un mayor control de los requisitos de igualdad, mérito y capacidad en la fase de acceso a la condición de profesor en formación (ayudante,...). En el mismo sentido, es necesaria una seria y efectiva evaluación en esa etapa de formación, que permita mecanismos específicos de estabilización para quienes la superen satisfactoriamente.
En definitiva, puntos básicos para la estructura de personal serían los siguientes:
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